Los discursos parlamentarios de Práxedes Mateo-Sagasta

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Legislatura: 1876-1877 (Cortes de 1876 a 1879)
Sesión: 15 de julio de 1876
Cámara: Congreso de los Diputados
Discurso / Réplica: Discurso
Número y páginas del Diario de Sesiones: 110, 3106-3115
Tema: Suspensión de las garantías constitucionales

El Sr. PRESIDENTE: El Sr. Sagasta tiene la palabra en contra.

El Sr. SAGASTA: Señores Diputados, como si el Ministerio no encontrara otra defensa para sus actos que la comparación, que sin reparar en tiempos ni en circunstancias hace a su capricho con los del partido constitucional, hemos sido un día y otro día objeto de constantes alusiones, que no hemos ido sucesivamente recogiendo por no molestar con frecuencia la atención de la Cámara, esperando con calma, tranquila nuestra conciencia y satisfechos con nuestra conducta, ocasión oportuna de contestarlas todas de una vez y para siempre.

Se ataca al Gobierno porque no se somete ni somete a los demás a las leyes, conservando indebidamente la dictadura, y contesta: "también la ejercía el partido constitucional, y del partido constitucional la heredé yo." Se le combate por las duras restricciones a que tiene sometida la prensa y por la falta de consideración y la arbitrariedad con que la trata, y dice: "pues más arbitraria y más inconsideradamente la trataba, y a más duras prescripciones y a más inflexible rigor la tenía sometida el partido constitucional. " Se trata de discutir las leyes administrativas, buscando en los preceptos de la ciencia y en los consejos de la experiencia la mejor organización de los Municipios y de las Diputaciones provinciales, y el Gobierno y la comisión procuran defender su proyecto casuístico, de circunstancias, en el que no aparece sistema ninguno, diciendo que eran peores las leyes que hizo la revolución, porque el partido constitucional se vio obligado a separar los Ayuntamientos que alimentaban la insurrección carlista. Se atenta indebidamente y con frívolos pretextos contra la seguridad individual, y para disculparlo se apela en seguida a decir que más hacía contra ella el partido constitucional, enviando millones de infelices a Filipinas por ser modestos instrumentos de la revolución. Y con tan vivos colores nos pintaba el Sr. Ministro de la Gobernación las desventuras de aquellas víctimas del rigor de un Gobierno sin entrañas, que al oírle daban ganas de llorar, como en efecto hubiéramos todos llorado, si no se hubiese apresurado S. S. a decirnos, sólo para mitigar nuestra aflicción, que aquellos desgraciados habían sido devueltos a sus pueblos y entregados en brazos de sus queridas familias.

Digo que el Sr. Ministro de la Gobernación debió manifestar esto sólo con el caritativo fin de consolarnos, porque la verdad es que no sólo no han sido devueltos a sus pueblos ni a sus familias esos desdichados, sino que han sido enviados otros por este Gobierno a Fernando Poó, sitio más ameno, playas más hospitalarias y clima más saludable. Sobre todo, y a propósito de todo, y censúrese lo que se quiera, ya se trate de la cuestión religiosa, ya de la extinción de la langosta; ya venga el ataque de la izquierda, ya salga de la derecha, el Gobierno procura salir siempre del paso con la misma muletilla: "yo soy más liberal, yo lo hago mejor que el partido constitucional. "

Nosotros ciertamente no debemos quejarnos de que se tome por modelo al partido constitucional, porque si el Gobierno cree que lo hace bien, y a lo único que aspira es a hacerlo mejor que el partido constitucional, claro es que este partido no ha debido hacerlo mal, pues maldita la gracia que tendría el hacerlo mejor que el que no lo hace bien.

Mas lo que es injusto sobre toda injusticia, señores diputados, de lo que nos quejamos principalmente, es de que sólo se considere al partido constitucional en la época triste de su última administración; lo que es injusto y de lo que nos quejamos es de que se juzgue al partido constitucional sólo por los procedimientos extraordinarios que tuvo que adoptar cuando un distinguido general, a la salida del Poder del Sr. Cautelar, viendo a la sociedad al borde del abismo, entregó la Nación a los partidos liberales, diciendo: "Salvadla como podáis; " y los partidos liberales como pudieron la salvaron. ¿Por qué procedimientos? ¿Por qué medios? ¿Por qué sistema? ¿Por los procedimientos, por los medios y por el sistema del partido constitucional ni de ningún otro partido? No; con los procedimientos, con los medios, con el sistema que exigía la defensa de la Patria en aquellos terribles momentos. Salvamos, pues, la sociedad; reorganizamos la fuerza pública, reconstituimos el vigor de la autoridad, llenamos nuestro deber y cumplimos como pudimos.

Los actos de un Gobierno no se juzgan, y mucho menos se comparan con los de los otros Gobiernos, sin tener en cuenta las circunstancias en que cada uno ha podido verse colocado. La nave del Estado se conduce fácilmente cuando la empuja sobre tranquilo mar la suave brisa; pero cuando arrecia la tormenta; se desencadena el huracán, y destrozadas las velas y roto el timón hay que hacer un supremo esfuerzo para llegar a puerto de salvación, ¿qué pasajero pregunta al capitán por la carga que para salvarse tuvo que arrojar al fondo de las aguas?

Pues bien; aun en medio de la borrasca, el partido constitucional procedió con tal cordura y con tal parsimonia, hizo uso con tal prudencia de las medidas extraordinarias reclamadas por las circunstancias, que, haciendo gracia de las épocas normales en que gobernó, durante las cuales la imprenta fue completamente libre, y todos los demás derechos constitucionales fueron tan rigurosamente respetados, aquel Gobierno no teme la comparación con éste, seguro de demostrar que, aun a través de las más borrascosas olas de la revolución, el partido constitucional ha sido más liberal que este Gobierno, navegando sobre las tranquilas aguas de la restauración.

He aquí la tarea que me propongo desempeñar para ajustar de una vez nuestras cuentas al tomar parte en este debate, que irregularmente ha venido a sustituir a la interpelación explanada por el Sr. Marqués de Sardoal, a cuya alusión en su día no contesté inmediatamente porque la creí más bien táctica parlamentaria para aludir a otros Diputados y a otros partidos que necesidad de explicaciones por nuestra parte; y terminaré haciéndome cargo de esa proposición absurda que está sobre la mesa, siquiera en este trabajo me haya dejado muy poco que hacer mi compañero y amigo el Sr. León y Castillo, que no sólo ha interpretado fielmente las opiniones del partido constitucional en este delicado asunto, sino que ha conquistado con su elocuencia envidiable puesto entre los primeros oradores del Parlamento.

Pero antes de entrar de lleno a desenvolver el plan que me he propuesto, voy a hacerme cargo de algunas indicaciones que hizo el Sr. Ministro de la Gobernación el sábado último, muy a la ligera y deprisa; porque si el Sr. Ministro de la Gobernación merece mucho de mi parte por el cariño que a pesar de los pesares le conservo, no merece tanto, y por el contrario, merece muy poco, por la ligereza y la injusticia con que el otro día trató a sus antiguos amigos. [3106]

Con extrañeza y asombro oí el otro día asegurar al Sr. Ministro de la Gobernación, que el advenimiento de este Gobierno los carlistas tenían invadidas todas las provincias de España, y Madrid estaba tan amenazado, que el Ayuntamiento se ocupaba de su fortificación. Tan lejos está esto de la exactitud, que aquel Gobierno no tuvo inconveniente en dejar guarnecido a Madrid algunas veces con sólo el escaso batallón de cadetes, cosa que ciertamente no se atreverá a hacer este Gobierno en los presentes momentos, con ser de tanta clama y de tan completa paz.

Las facciones del Centro estaban completamente disueltas; D. Alfonso de Borbón y Este había tenido que abandonar el Maestrazgo, cuyo baluarte Cantavieja estaba entonces en nuestro poder; las fuerzas de nuestro ejército recorrían libremente todo aquel territorio; en las provincias del Este no había ni un solo carlista hasta Cataluña; limpias completamente estaban ya las del Centro y del Oeste, y en cuanto al Norte, ni uno sólo encontrasteis del lado acá del Ebro, donde se hallaban 100.000 soldados encerrando a las huestes carlistas en aquellas montañas y dispuestos a dar una gran batalla, que hubiera sido decisiva si vuestra venida no hubiera cambiado el aspecto de las cosas. (Risas.) Si os reís de esto, os reís de ese Gobierno, porque ese Gobierno consideraba como nosotros tan decisiva la batalla, que hasta aconsejó a S. M. que fuese a participar de la victoria; si no fue decisiva, no fue por falta de batallones, sino por falta de otra cosa que no os pudimos dejar. Generales hay en quienes reconozco gran talento, pericia militar y valor, que aseguraban que no hacían falta más que tres días de coraje y de disciplina para acabar con los carlistas. Ved si no tengo razón para decir que aquella batalla hubiera sido decisiva a no ocurrir lo que ocurrió.

Terminada, Sres. Diputados, aquella batalla, que nosotros teníamos la presunción de que iba a ser el principio del fin de la campaña carlista, y reducida por ella la lucha a muy estrechos límites, pensaba el Gobierno en convocar el país en Cortes, y en varios Consejos de Ministros se ocupó de esta cuestión, acordando que podía verificarse la reunión del Parlamento para la próxima primavera; es decir, para la primavera de 1874. Si los cálculos no fallaban, y teníamos la convicción de que no fallarían, las Cortes hubieran podido reunirse ocho meses antes que se han reunido éstas. Pensábamos reunirlas, sin más dilación que el tiempo necesario para que las elecciones hubieran podido verificarse en mejores condiciones de libertad que las que se han verificado, y dando por resultado las actuales Cortes.

Ya ve el Sr. Ministro de la Gobernación cuán lejos estábamos nosotros de rehuir, para la terminación de nuestra penosa tarea, la concurrencia de la Representación nacional.

Y si sabía esto S. S., sobre todo si sabía, como no podía menos de saber, lo de la guerra, ¿por qué dijo el otro día lo contrario, sacrificando la verdad a un falso y momentáneo efecto? Créame S. S.; esto, en un individuo de la mayoría, sería censurable; pero es verdaderamente informal en un Ministro de la Corona.

Otra indicación hizo el Sr. Ministro de la Gobernación; pero en términos tan incalificables, que me reservo dedicarle respuesta aparte, que encontrará oportunamente en la comparación que voy a emprender de lo que nosotros hicimos en tiempos calamitosos, y lo que vosotros habéis hecho en tiempos más bonancibles.

Unido con otros partidos el partido constitucional, aunque a poco tiempo quedara sólo en el Gobierno, recibió el Poder el 3 de enero de manos del general Pavía, sin otra condición que la de que había de permanecer fiel a la dictadura en la forma que venía establecida, hasta que repuesta la sociedad de sus quebrantos, terminada la insurrección cantonal y limitada la guerra carlista, pudiese el país, convocado en Cortes, disponer libremente y en uso de su soberanía de sus futuros destinos.

Nuestra posición era difícil, pero era en cambio perfectamente desembarazada. En medio de una sociedad conmovida hasta en sus cimientos, enfrente de dos guerras civiles, verdaderamente potentes y amenazadoras, sin Cortes, que al mismo tiempo que legitimaran el acto que como Gobierno nos diera vida, determinaran las condiciones de nuestra existencia, nuestras facultades, que nos imponían grandes deberes, no podían estar limitadas más que por nuestro patriotismo, y hasta la crueldad hubiéramos podido llegar si la crueldad hubiera sido necesaria; porque ni estábamos dentro de ningún régimen ni limitados por ningún Poder. La dictadura era, no sólo salvadora en aquellos momentos, sino que aunque hubiera dejado de ser necesaria no hubiéramos podido desprendernos de ella hasta el momento de dejar íntegro el depósito del poder que se nos había confiado en manos de los representantes de la Nación.

Pero ya que la dictadura era en aquellos momentos salvadora; ya que no podíamos desprendernos de ella, procurábamos con exquisito esmero no llevarla allí donde no fuera necesaria para el sostenimiento del orden público, y aun allí donde era indispensable procurábamos templar sus rigores a medida que las circunstancias iban mejorando.

Los tiempos se serenan; una de las guerras civiles se termina, llegáis vosotros; viene la restauración, acaba la otra guerra, se constituye una situación definitiva; la paz impera en toda la Península; y la dictadura, para nosotros necesaria, es perfectamente insostenible ya; y sin embargo nada se salva de vuestra arbitrariedad, ni el Municipio, ni la provincia, ni el Estado, ni la política, ni la Administración, ni la prensa, ni la Universidad, ni la familia; nada resiste al caprichoso látigo de vuestra dictadura, irritante por lo superflua.

Desgraciada fue la suerte de la prensa durante el año 74. Sujeta a la dictadura, víctima fue de sus rigores; pero de seguro que no fue tan maltratada como hoy lo es en tiempos más bonancibles. Todos sabéis que en el año 74, en la primera época de aquel Gobierno, no era yo el Ministro de la Gobernación.

Encargado estaba yo del Ministerio de Estado, y del Ministerio de Gobernación el Sr. García Ruiz, excuso decir, sin embargo, que acepto por entero la responsabilidad de la conducta de aquel Gobierno para con la prensa, y con mucho gusto tomarla en este momento su defensa si no se sentara entre nosotros mi distinguido amigo el Sr. Albareda, gobernador de Madrid entonces, y que está más enterado que yo de los detalles de esta cuestión. Tiene palabra fácil y frase elegante para tratarla; aceptando yo como mías desde ahora todas las que él pronuncie en defensa de aquella situación, en lo cual voy ganando no poco, porque siempre han de ser más brillantes las que yo pudiera pronunciar.

Paso, pues, a la segunda época, en la cual yo era Ministro de la Gobernación, y después fui Presidente del Consejo de Ministros; y empiezo por afirmar que no hubo previa censura, ni directa ni indirecta, aunque algunos, que se han quejado de ello, la pedían entonces con gran insistencia. No había, por consiguiente, lápiz [3107] rojo, ni amarillo, ni verde, ni de ningún color; y hasta tal punto se llevó este empeño de renunciar a la censura previa, que habiendo llegado a Madrid el manifiesto de Sunderst, documento bien importante por cierto, los periódicos partidarios entonces del advenimiento de Don Alfonso quisieron publicarlo, y antes de hacerlo pretendieron enterarse de si el Gobierno le daría o no el exequatur; pero el Gobierno no les quiso decir su opinión, sino que les contestó que ellos verían si su publicación cabía o no dentro de las disposiciones vigentes en materia de imprenta y de las condiciones de aquella situación. (Rumores).

¿Por qué murmuráis? ¿Sabéis lo que sucedió con aquellos periódicos? Pues publicaron el manifiesto y no les ocurrió nada. (Risas.) Al día siguiente de la consulta publicaron el manifiesto de Sunderst; y como el Gobierno creyó que no debía hacer nada, nada hizo. ¿Qué les pasaría a los periódicos ahora si publicasen un manifiesto de mucha menos importancia que el de Sunderst? Interrumpidme ahora. (Aplausos).

Se impusieron, es verdad, varias multas a la prensa, y se prohibió la circulación en provincias de los periódicos multados; pero Sres. Diputados, se empleó con la prensa tal benignidad, que aunque algunas multas se realizaron, otras, y en mucho mayor número, dejaron de cobrarse o se devolvieron, porque bastaba que el director del periódico se acercara al entonces gobernador de Madrid, Sr. Moreno Benítez, cuya ausencia de este sitio lamenta mucho el partido constitucional, en demanda de que la multa se levantara, para que saliera complacido en el acto. Y en el momento que yo tuve noticia de que un gobernador de provincia había suspendido un periódico (porque yo sigo creyendo que la supresión de un periódico importa más que la más crecida multa); en el momento, digo, en que tuve noticia de que un gobernador había suspendido un periódico, yo, que no creía entonces que se debía debilitar en ningún concepto la fuerza de las autoridades, no desaprobé la conducta del gobernador, pero publiqué un decreto retirando a los gobernadores la facultad de suspender los periódicos; facultad de que por cierto no hice uso ni una sola vez; y al mismo tiempo aproveché esa ocasión para devolver las multas que se habían impuesto; multas cuya suma no ascendía ni con mucho a la cantidad que permitía la antigua legislación, cuando la multa era la penalidad legal y única para la prensa. Mala era la situación de la prensa, porque es siempre mala cuando las circunstancias obligan a limitar la facultad de escribir; pero en medio de sus grandes dificultades, el Gobierno procuraba causar el menor daño posible a las empresas periodísticas; y así es que las multas que imponía eran más bien una voz de alerta para impedir la reproducción de escritos peligrosos o inconvenientes, que hijas del propósito deliberado de castigar. De manera que, en medio de aquellas circunstancias, se tenía a favor de la prensa todo el interés que era posible.

¿Tenéis vosotros ese mismo interés en bien diferentes tiempos? La prensa está expuesta todos los días a suspensiones de dos, tres y cuatro meses, que son su ruina; y no sólo son su ruina, y con esto contesto al señor Ministro de Gracia y Justicia, sin que son la ruina de una empresa importantísima, que da de comer a muchas familias, que es digna del mayor respeto por lo que significa, por los intereses que representa, por las inteligencias que emplea, por los brazos que ocupa, y hasta por los rendimientos que da al Tesoro. Bien merece por esto gran consideración, ya que no se la queréis dispensar por la libertad que representa y por la ilustración que difunde.

No hay, Sres. Diputados, periódico de oposición que se haya librado de la terrible pena de la suspensión; muchos han sucumbido a tan duro castigo, y hoy mismo hay varios de Madrid suspensos; y ¿sabéis por qué, Sres. Diputados? Pues por criticar, por combatir con juicios más o menos duros al actual Presidente del Consejo de Ministros. Aquí, donde se ha atacado a Dios; aquí, donde se ha combatido al Papa; aquí, donde se ha discutido al Rey, aquí no se puede hablar del señor Presidente del Consejo de Ministros, Rey de Reyes, Pontífice de Pontífices y dios de Dioses.

¿Sois más liberales y más prudentes con la prensa en tiempos tranquilos que lo fuimos nosotros en calamitosos tiempos? No; vosotros imponéis penas durísimas; penas irreparables, penas tan duras, que cualquiera de ellas vale y significa más que todas la multas que nosotros hubiéramos podido imponer, y esto por criticar vuestros actos con juicios más o menos duros, apasionados quizá, quizá injustos, pero que al cabo están dentro de la índole del sistema representativo liberal.

Pues bien; en cambio a nosotros, en aquellas circunstancias en que no estábamos, como he dicho antes, dentro de ningún régimen legal, en que no veíamos limitadas nuestras facultades por ningún Poder, en que no teníamos más ley que nuestra voluntad y nuestra prudencia, se nos atacaba durísimamente, hasta el punto de que yo tengo por evidente que no ha habido ningún hombre político más acerbamente atacado que yo mientras he sido Presidente del Consejo de Ministros, y reto a los periódicos a que digan si ha habido alguno que haya sufrido ni el más leve contratiempo, la más pequeña contrariedad por haberme combatido de aquella manera. Con calma responden los Gobiernos a los ataques de la prensa, siquiera sean muy apasionados, y los deben recibir con resignación, como escudos que son de las altas instituciones; porque cuando los adversarios no pueden dirigir sus tiros sin peligro al Ministerio, procuran dirigirlos a blancos más altos, que deben estar fuera siempre del alcance de sus armas.

Pero nos decía el Sr. Presidente del Consejo de Ministros: "es que en cambio nosotros hemos establecido un tribunal que da garantías a la prensa, y eso es más liberal que lo que vosotros hacíais." ¡Valiente tribunal habéis establecido, y valientes garantías da ese tribunal a la prensa! Un tribunal nombrado ad hoc; un tribunal gratificado por los servicios que presta; un tribunal amovible a voluntad del Gobierno, no da seguramente más garantías, a pesar de todo lo que ha dicho esta tarde el Sr. Ministro de Gracia y Justicia, que un gobernador de provincia o un agente cualquiera del Poder.

Pero supongamos que da esas garantías. ¿Qué le importa a la prensa que las duras prescripciones a que la tenéis sometida, que no la permiten movimiento ninguno, envolviéndola en espesísima red, sean aplicadas por funcionarios del orden judicial nombrados ad hoc, que por funcionarios del orden administrativo? Tribunal era la Inquisición, y presumo que los que por ella eran condenados a ser quemados vivos no irían resignados, ni menos satisfechos a la hoguera, porque al fin y al cabo iban a cumplir una sentencia de un tribunal.

Y es que el Sr. Presidente del Consejo de Ministros tiene la manía de los tribunales. En estableciendo un tribunal, cualquiera que sea su origen, su organización, sus condiciones, las prescripciones a que tenga [3108] que ajustar su fallo, ya se cree dentro de un sistema muy liberal, y sostiene que se las puede haber con ventaja en liberalismo con todos los hombres políticos de la tierra; y hasta tal extremo llega su fascinación en este punto, que en otra época en que ejerció el Poder y creyendo establecer un sistema muy liberal llevó la prensa a los tribunales militares, y las denuncias de los periódicos se veían en los cuarteles en consejo de capitanes y al estruendo marcial y guerrero de trompetas y tambores.

Pero hay más todavía, Sres. Diputados, y es que simultáneamente y paralelamente a ese tribunal, que dado su origen, sus circunstancias, su organización, las prescripciones dictatoriales a que hacéis que someta sus fallos, es, más que un tribunal, un instrumento político contra la prensa; paralelamente a ese tribunal, digo, existen y se adoptan también por las autoridades gubernativas disposiciones discrecionales contra los periódicos, más duramente que en tiempo de la dictadura del partido constitucional, y los gobernadores practican la previa censura, prohíben a su antojo la publicación de los diarios, y rompen y rajan sin miramiento y a capricho contra la prensa, imponiéndola multas y suspensiones, llevando en algunos casos la crueldad hasta el extremo de suspender periódicos por defender candidaturas para Diputados a Cortes, y de multar a otros por haber anunciado que iban a servir las suscripciones de los suspendidos, como si una empresa periódica o un director de un periódico no tuvieran el derecho perfecto de mandar su publicación a quien bien les venga, e imponiendo, por último, la pena de clausura a las imprentas por publicar discursos pronunciados en este Cuerpo, o por imprimir anuncios de una fiesta.

Es decir, que además de esos tribunales de que tanto alarde hacéis, empleáis también con más rigor las medidas excepcionales que otros Gobiernos empleaban, con lo cual venís a demostrar que el tribunal de imprenta no es más que una hipocresía con que habéis querido encubrir la arbitrariedad con que maltratáis a la prensa. Si votos, ¿para qué rejas? Si rejas, ¿para qué votos?

Se ataca al partido constitucional porque ha separado Ayuntamientos fuera de la ley, y de esto toma pretexto el Gobierno para esa continua variación de Ayuntamientos y Diputaciones, para ese tejer y destejer Municipios, para ese afán de no cesar en la variación de las Corporaciones populares, a que el Gobierno se ha entregado con una fruición sin ejemplo. Este cargo al partido constitucional puede también referirse a dos épocas; la primera, aquella en que el partido constitucional fue Poder durante el reinado de D. Amadeo I; y la segunda, la época de la dictadura. Al final de la primera época ocurrió la insurrección carlista, y algunos ayuntamientos, por simpatías hacia los carlistas, por temor a los rebeldes, por flojedad en el cumplimiento de su deber, o por otras causas, ayudaban y favorecían la insurrección carlista hasta tal punto, que algunos jefes de columna al llegar a un pueblo se encontraban con que no podían continuar la persecución porque el Ayuntamiento, después de haber prestado a los carlistas cuantos recursos necesitaban, había abandonado la población; y el jefe de la columna no sabía a quién acudir para proporcionarse recursos. Otros jefes llegaron a pueblos en los cuales les decían que los carlistas habían tomado una dirección contraria a la realmente tomaran, y cuando la columna volvió por allí, ya el Ayuntamiento había desaparecido, marchándose a la facción. ¿Qué había de hacer el Gobierno con esos Ayuntamientos? ¿Había de decir a los jefes de las columnas que esperaran a que se formara un expediente y a que informara el Consejo de Estado, exponiéndose entre tanto a una sorpresa de los carlistas por las falsas noticias de los Ayuntamientos? ¿Podía hacer eso el Gobierno, ni con nuestra ley de Ayuntamientos, ni con la que ahora hemos empezado a hacer, ni con ninguna? El Gobierno tomó la resolución que convenía, y la tomó como medida de guerra, porque a la guerra con la guerra se contesta.

En la segunda época, ante la necesidad en que se vio el Gobierno de remover algunos Ayuntamientos que encontró establecidos, procuró reponer los que habían sido elegidos por sufragio universal y habían sido disueltos fuera de la ley, llenando las vacantes que habían ocurrido desde que la legalidad fue interrumpida, con personas de todos los partidos, como lo hizo en Madrid, y todos recordáis. Es decir, que el criterio del Gobierno fue restablecer los Ayuntamientos, sin cuidarse de que los que nombraba fueran o no adictos a su política, allí donde la guerra lo permitió: en las comarcas donde la guerra imperaba, encomendó su nombramiento a los jefes militares, a fin de que eligieran las personas que más pudieran ayudarles; de manera que la guerra y sólo la guerra fue el criterio del partido constitucional, en éste como en todos los ramos de la Administración.

¿Qué habéis hecho vosotros? Los Ayuntamientos, aunque desde el primer momento reconocieron la situación, fueron arrojados de sus puestos sin consideración ni respeto alguno, en recompensa de su conducta patriótica, de los servicios que prestaron a la pública tranquilidad, y de los esfuerzos que hicieron reuniendo los elementos con que después se ha concluido la guerra civil; y como si esto no bastara, no teniendo Ayuntamientos nuestros que quitar, habéis quitado y vuelto a quitar los mismos vuestros, hasta el punto de que hay pueblo que cuenta sus Ayuntamientos por meses; y hoy mismo, en plena paz, con las Cortes abiertas, discutiéndose las leyes provincial y municipal, se quitan y se ponen al capricho de un cacique, o en previsión de unas próximas elecciones municipales o provinciales. Y en la provincia de Madrid, y a las puertas mismas de Madrid, se están separando todos los días Ayuntamientos. ¿Es esto gobernar? ¿Es esto siquiera ser dictadores? Las dictaduras responden a una gran necesidad y deben supeditar todos sus actos a esa gran necesidad; pero ¿qué necesidad política ni social se satisface con esa renovación constante y funesta para la paz de las localidades, cuando esto no influye en poco ni en mucho en la marcha general de los asuntos del Estado? Eso no es gobernar; eso no es tampoco ser dictador; eso es ejercer una arbitrariedad infantil, que sería risible si no fuera peligrosa.

Se nos ha acusado con apariencia de razón de que no hacemos una oposición bastante vigorosa. ¿Para qué la hemos de hacer? Bastante tiene el Gobierno con la que a sí mismo rehace. Si las minorías hubieran hecho una oposición más enérgica, se diría que esa oposición era sistemática y facciosa, y que a ella se debía ese disgusto general de que todos nos hallamos poseídos, esa fatal ausencia de toda fe, que se traduce en ese silencioso y sombrío malestar en que ha venido en progresión alarmante, decayendo aquel gran entusiasmo y aquellas halagüeñas esperanzas de los primeros días de la restauración.

Lejos de poner obstáculos, la minorías se han limitado con patriotismo, con prudencia y hasta con bene- [3109] volencia a indicar los peligros del derrotero que se seguía; y en lugar de ser oídas, han sido retadas sarcásticamente con alardes de la fuerza de la mayoría, que aplaudiendo sofismas y absurdos engendrados por el demonio de la soberbia, han ido levantando, en vez de un edificio de granito, un castillo de naipes.

Si pues la situación, en vez de fortificarse, se debilita; si la fe que sus principios inspiraban ha desaparecido; si las halagüeñas esperanzas que un día se hicieron concebir son arrastradas por la triste realidad, como las hojas del árbol por los vientos del otoño, no es culpa de la minoría constitucional, que conociendo que sus indicaciones eran desatendidas y previendo que era estéril su trabajo, se ha limitado cuando más a sostener a la defensiva el fuego del combate. A la mayoría y al Gobierno corresponde exclusivamente y por entero toda la responsabilidad.

La seguridad individual no sale mejor librada de las manos de este Gobierno que la libertad de la prensa y las franquicias municipales. Pero en esto, como en todo, busca para su conducta excusa vana en la del partido constitucional, echándole en rostros las deportaciones a Filipinas en momentos críticos, y cuando no había en los tribunales libertad e independencia para funcionar, mientras ahora que hay paz y tribunales se verifican a Fernando Poo.

Empiezo por declarar, sin temor a la contradicción, que a Filipinas, no sólo no se mandó a ningún hombre político, sino que no se mandó a ninguno a quien, sin serlo, delito político se le atribuyera. Yo reto a todos los partidos políticos españoles a que me digan el nombre, el apellido, las ideas que profesaban y el partido a que pertenezca alguno de aquellos desgraciados deportados; yo pido que si hay algún partido que reclame como afiliado suyo a alguno de aquellos hombres, lo diga. Yo tengo la esperanza de que no ha de haber ninguno, porque como si hubieran surgido del centro de la tierra o sido arrojados a manera de aerolitos por algún planeta, aquellos desgraciados, no sólo no tuvieron partido alguno que los reclamara, pero ni siquiera amigo ni deudo que por ellos se interesase.

Dolorosa fue sin embargo la necesidad en que el Gobierno se vio de adoptar medida tan irregular. En medio de una sociedad perturbada; enfrente de dos enemigos del reposo público armados y potentes; sin fuerza apenas para poderlas, no digo combatir, sino contener; sin los elementos necesarios para hacer respetar su autoridad, y lo que era peor, sin medios para sostener a los jueces en sus puestos, de los cuales no podían tomar posesión sin peligro de la vida; humeantes todavía las ruinas producidas por los incendios de Sevilla; teñidas en sangre las calles de Montilla y de Alcoy, y gozando de libertad e inundando el país como lava abrasadora los presidiarios de Cartagena, ¿qué había de haber aquel Gobierno ante una sociedad atribulada y huída que le demandaba protección instantánea y amparo contra tantas calamidades y crímenes? Pues qué, ¿en aquellos momentos supremos podía contestar el Gobierno a la sociedad aterrada: espera, que no tengo fuerza para que los jueces vayan a sus puestos, para que la administración de justicia pueda funcionar; espera a que adquiera por los medios legales esa fuerza, y a amparados por ella puedan los tribunales cumplir su cometido; espera a que la sociedad, ya repuesta, pueda ayudar a los tribunales, y entonces se incoarán los correspondientes procesos, y si los criminales son descubiertos serán con arreglo a las leyes castigados; pero mientras ese caso llega, que llegará tarde, que quizá no llegue nunca, y en efecto, todavía no ha llegado, es necesario que veas con paciencia que los criminales sean dueños de tus pueblos, que tus casas ardan y que perezcan tus familias?

¿Es eso lo que podían decir en aquel momento a la sociedad consternada los hombres que habían aceptado el penosísimo encargo de salvarla y de protegerla? A aquella misma sociedad, hoy tranquila y segura, dejo la contestación.

Lo que comúnmente es delito ejecutar, era el dejar de hacerlo en aquellos críticos momentos insigne cobardía. Cuando el país apela a los hombres políticos para encargarles misiones tan elevadas e imponerles tamañas responsabilidades, en su derecho están aceptándolas o no; pero si las aceptan, deben hacerlo con el valor de arrastrar todas sus consecuencias.

No teniendo el Gobierno fuerzas para acudir a todas partes, tuvo que valerse del movimiento de las columnas empleadas en contener, que sólo contener se podía entonces la insurrección, para barrer, digámoslo así, de los pueblos donde habían tenido lugar sucesos que todavía lloramos, los elementos que los habían producido, aunque no fuera más que para que pudieran volver a sus hogares aquellas gentes honradas que, sin defensa posible ante semejantes atentados, habían tenido que abandonarlos. Pero, señores, ¿a qué punto de la Península llevaba el Gobierno en momentos tan terribles aquellos elementos que no produjeran el mismo espanto que habían dejado en el punto de donde los sacaba?

Y sin embargo, el Gobierno procedió en esto con gran circunspección, y habiendo sabido yo a mi entrada en el Ministerio de la Gobernación que había 700 individuos en la Carraca para ser deportados a Filipinas, y temiendo que efecto de la pasión de los primeros momentos pudiera haber entre ellos algún hombre político, puse un despacho telegráfico al gobernador de Cádiz mandándole que por sí mismo se enterara de las condiciones personales y procedencia de los que había en la Carraca; como me contestara que había siete u ocho hombres políticos pertenecientes al partido cantonal, que habían tomado más o menos parte en los acontecimientos recientes, pero que al fin eran hombres políticos, en el acto mismo mandé que les pusieran en libertad y se les dejara ir a sus casas, si no había tribunal que los reclamara; y que si algunos de ellos tenían que venir a Madrid, les dijera el gobernador que se presentaran en el Ministerio de la Gobernación.

En efecto, tres de ellos se me presentaron en el Ministerio de la Gobernación; les dije que podían ir tranquilamente a sus casas mientras no los reclamara algún tribunal; entonces me dijeron que en el Carraca no quedaba ningún hombre político, pero si siete u ocho labradores de Sevilla, que fuera de la participación que habían tenido en los acontecimientos ocurridos en aquella ciudad, me respondían de que eran hombres honrados. Pues mi contestación fue esta: me basta que sean hombres honrados y que Vds. Lo garanticen; que se vayan a Sevilla y los hice poner en libertad. Y no dejé de poner en libertad a ninguno por el cual se pidiera, ya fuera por un hombre político, amigo o adversario mío, o por cualquiera que respondiera de la honradez de los que estaban en la Carraca. Me oyen hombres políticos de todas las opiniones; a ellos apelo para que me digan si fueron a pedir por uno que no fuera puesto inmediatamente en libertad, sólo por la simple palabra de que [3110] aquel por quien me pedían era un hombre honrado.

Y todavía ocurrió que habiendo salido para Filipinas antes de mi entrada en el Ministerio de la Gobernación un buque en que iban dos personas de Cartagena, que habían tomado parte en los sucesos de aquella localidad, pero que eran unos obreros honrados, me bastó esto para poner un despacho telegráfico a todos los puntos en que el buque pudiera hacer escala, mandando que los desembarcaran, que les suministrasen los recursos que necesitaran, y que aprovechando el primer buque del Estado que por allí pasara, los restituyeran a la Península.

Pues bien, señores; estos elementos, así recogidos, estos elementos abandonados por todo el mundo, son los únicos que nosotros mandamos a Filipinas; elementos que hoy al parecer forman el pueblo querido del señor Ministro de la Gobernación.

No el mío; no el pueblo cuya soberanía defiendo, y cuya soberanía, no para atacar al Gobierno como su señoría ha dicho he defendido siempre con el mismo calor con que la defiendo hoy, a diferencia del señor Ministro de la Gobernación, que en esto, como en todo, tiene la desgracia de padecer constantes intermitencias. Ese pueblo cuya soberanía defiendo, ese pueblo, al que lejos de haber adulado y explotado jamás, como S. S. se ha permitido decir con una ligereza que le dispenso por considerarla indeliberada, he combatido enérgicamente cuando le he creído exagerado en sus aspiraciones, o poco comedido en sus propósitos; que los pueblos, como los Poderes públicos, pueden extraviarse, y a los Poderes públicos como a los pueblos hay que decirles la verdad, en bien de los pueblos y en bien de los Poderes públicos.

Ese pueblo, a quien he combatido en ocasiones, por lo cual he perdido más de una vez y me he enajenado sus simpatías, contrariando pasiones que otros en provecho propio quizá hubieran fomentado, que otros sin quizá en provecho propio fomentaron, es el pueblo de la clase trabajadora, de la clase productora, de la clase honrada de todos los partidos políticos, de todas las clases sociales; no esa masa podrida de gente de mal vivir, de especuladores en todos tiempos, de industrias condenadas por todos los Códigos del mundo, de los que acechan, en fin, los momentos de sublevaciones políticas para deshonrarlas con el puñal o con la tea; ese no es mi pueblo; ese se lo entrego al Sr. Ministro de la Gobernación, para que con ese sentimentalismo de que parece animado de poco tiempo a estar parte, le acoja en sus brazos y le estreche contra su corazón; a mí me basta compadecerlo, más que por las penalidades que sufre, por la desgracia en que vive.

Fuera de esto, señores, y de los procedimientos contra los carlistas, que nos son comunes, no recuerdo más que un caso de seguridad individual que pueda echar en rostro el Gobierno al partido constitucional.

Deseando el Gobierno concentrar todas las fuerzas posibles para contrarrestar las huestes carlistas, y no queriendo por lo tanto que se levantasen diversas banderas políticas que pudieran causar escisiones entre los partidos liberales cuando necesitaban mayor unidad, expidió una circular encaminada a tan patrióticos fines y amenazando con las medidas rigurosas que la dictadura ponía en sus manos, al que faltara a sus prescripciones. Se trataba, pues, de una disposición de aquel Gobierno, que tenía derecho a ser obedecido.

No habían pasado ocho días de esto cuando cayeron en manos del Gobierno otras circulares dirigidas a las provincias excitando a los entonces alfonsinos a que constituyeran centros políticos y que levantaran abierta y resueltamente la bandera de D. Alfonso, que en aquellos momentos era, como otra cualquiera, una bandera rebelde. (Un Sr. Diputado: No. -El Sr. Mena Zorrilla: Era el porvenir.) Sería el porvenir, pero entonces era, repito, una bandera rebelde. (Un Sr. Diputado: Era la legitimidad. -Varios Sres. Diputados: No, no. -Rumores.)

El Sr. PRESIDENTE: Orden

El Sr. SAGASTA: Pues el Gobierno aun en este caso, en el de ver desobedecidas sus disposiciones, ¿qué es lo que hizo? Sabía que aquella circular procedía del comité alfonsino que residía en Madrid; conocía los personajes que componían ese comité; presumíamos que esa circular no era más que un traslado de las órdenes de ese comité; pero como no lo sabíamos de una manera evidente y palmaria, se contentó aquel Gobierno con imponer un castigo a los tres que firmaban como secretarios de aquel comité. ¿Y cómo se les castigó? Llamándolos el gobernador de Madrid y diciéndoles: "han faltado Vds. a las prescripciones establecidas en la circular del Gobierno, y en su vista, se ha dispuesto que salgan Vds. para Cádiz a las órdenes de aquel gobernador." Uno de ellos dijo que estaba enfermo, y que se le permitiese continuar en Madrid hasta que se pusiera bueno y él avisara; pero como no llegó a avisar que se hubiera restablecido, no salió de la corte; los otros dos pidieron prórroga para emprender el viaje, y se les concedió, y le emprendieron cuando quisieron y como quisieron; y estos dos, que por último fueron a Cádiz, al poco tiempo recibieron la orden de volverse a sus casas. De manera, Sres. Diputados, que cuando llegó la restauración no había un español, fuera de los carlistas y de los reclamados por los tribunales, que no pudiera vivir tranquilamente entre sus conciudadanos y en el seno de sus familias.

Ahora compararé yo esta conducta con la conducta del Gobierno. ¿Ha sucedido eso en los últimos tiempos? Hombres de ciencia que nada tienen que ver con la política; profesores de las Universidades, son encarcelados los unos, y los otros arrancados de sus casas y sacados de su lecho, enfermos, sin consideración ninguna, para ser conducidos entre fuerza pública como si fueran criminales. De los teatros se sacan los espectadores, ya para echarlos fuera de Madrid, ya para mandarlos al destierro, pagando quizá faltas que otros con manifestaciones más o menos inconvenientes cometieron. Los trabajadores de Málaga tienen una cuestión con los contratistas de una obra acerca de los jornales o de las horas de trabajo, y las autoridades intervienen indebidamente, maltratan a los trabajadores y los conducen no se sabe dónde, porque han desaparecido de Málaga. En cambio, en Granada hay una cuestión entre obreros y patronos, interviene también indebidamente la autoridad, da la razón a los trabajadores, se la quita a los patronos, y a éstos los hace también víctimas de la dictadura. Un asistente a estas tribunas tiene el malísimo gusto de decir que el Sr. Presidente del Consejo de Ministros no es un orador eminente, y al día siguiente va a amanecer a Cádiz, y no se sabe dónde habría ido a parar a no interponerse las influencias que le ampararon. (El Sr. Presidente del Consejo de Ministros: No es verdad.)

Para no molestaros por más tiempo refiriendo nuevos ejemplos, voy a generalizar este punto diciendo que en la actualidad hay muchos desgraciados presos, muchos hombres políticos civiles y militares en España y [3111] en el extranjero, víctimas los unos y los otros de la arbitrariedad del Gobierno.

Así es que, no sólo habéis conservado indebidamente la dictadura, sino que la habéis usado mal, aplicándola contra cosas y personas que nada tienen que ver con las grandes necesidades que debe satisfacer ni con los altos fines que está llamada a cumplir. Por el largo tiempo que viene ejerciéndose, por lo mal que la habéis aplicado, para lo grande como para lo pequeño, para lo pueril como para lo serio, está gastada en sus resortes morales, y si desgraciadamente volviera a ser necesaria, habría que extremarla hasta la ferocidad si había de satisfacer los deseos del Poder. Ya que no por vuestra voluntad por conveniencia del Gobierno y en bien del Estado, habéis debido renunciar a ella en tiempo oportuno.

El Gobierno decía: yo no puedo abandonar la dictadura, porque habiendo desaparecido todas las Constituciones y no habiendo sido reemplazadas por ninguna, no hay legalidad a que pueda someterse para gobernar. Pero llegó el instante deseado; ya tenemos legalidad; se ha discutido deprisa una Constitución; se ha decretado por las Cortes; se ha sancionado por el Rey; se ha hecho la promulgación por el Poder ejecutivo? Pero no, me equivoco; la Constitución no ha sido decretada por las Cortes; por lo visto esto sería demasiado en los tiempos que alcanzamos. Las Cortes ordinarias decretan las leyes, pero no pueden decretar las Constituciones; es necesario que las decrete y las sancione el Rey, cuando más, de acuerdo con las Cortes; que en esto de Constituciones basta que las Cortes queden reducidas al papel del Consejo de Estado, Cuerpo consultivo con cuyo dictamen puede o no conformarse el Poder ejecutivo. Así se desprende de los términos de la promulgación, con los cuales habéis alterado la fórmula que se usa para promulgar las leyes, y la habéis alterado con detrimento de las Cortes.

Dice la fórmula novísima:

"Don Alfonso XII, por la gracia de Dios, Rey constitucional de España, a todos los que las presentes vieren y entendieren, sabed: que en unión y de acuerdo con las Cortes actualmente reunidas, hemos venido a decretar y sancionar la siguiente Constitución."

Dice la fórmula de promulgación de las leyes:

"Don Alfonso XII, por la gracia de Dios, Rey constitucional de España, a todos los que las presentes vieren, sabed: que las Cortes han decretado y nos sancionado la siguiente ley."

Es decir, que las Cortes decretan y el Rey sólo sanciona las leyes ordinarias, al paso que no pueden decretar la ley fundamental del Estado, que han jurado siempre y que deben jurar los Reyes. Pues ésta, no sólo la sanciona el Rey, sino que también la decreta. Yo creía, Sres. Diputados, que en los sistemas verdaderamente representativos los pueblos hacían las Constituciones y sobre ellas levantaban a los Reyes, previa su aceptación y juramento. Por eso pensaba yo también que D. Fernando VII, que Doña María Cristina, en nombre de su excelsa hija, que Doña Isabel II, que D. Amadeo I, que todos los Reyes constitucionales que ha habido en España, mientras lo han sido, han reinado por la gracia de Dios y por la Constitución, mientras que ahora, por lo que veo, basta la gracia de Dios para reinar en España.

Por la gracia de Dios y por la Constitución han reinado nuestros Reyes constitucionales; así lo han dicho siempre al promulgar las leyes; así lo dicen las monedas de sus respectivas épocas. Por lo visto ahora es suficiente para reinar en España la gracia de Dios, sin que en ello para nada intervenga la Constitución; y en efecto, ¿cómo ha de intervenir en esto la Constitución, cómo han de reinar los Reyes por la Constitución, si son los Reyes los que las decretan? En estos tiempos, Sres. Diputados, es imposible decir ni hacer más para dar a la Constitución hecha por las Cortes el carácter de Carta otorgada. Un paso más y la cosa es completa. Pero, ¡buenos están los tiempos para Cartas otorgadas!

"Doña Isabel II, por la gracia de Dios y la Constitución, Reina de España," decíamos antes; "D. Alfonso XII, por la gracia de Dios, Rey constitucional de España." decimos ahora; y aquí tenemos a Dios convertido en liberal y parlamentario, influyendo en que los Reyes sean constitucionales, y nada más que constitucionales.

¿Pero de qué Constitución ha de ser constitucional el Rey por la gracia de Dios? ¿De la Constitución de 1876? Creo que no; porque, en mi opinión, la Constitución de 1876, no sólo no tiene la gracia de Dios, sino que no tiene gracia ninguna.

¡Inútil cuando desgraciada variación! Lo que no puede ser, no es.

Por la gracia de Dios reinan los Reyes, por la gracia de Dios legislan los legisladores y obedecen los súbditos, y sucede todo; pero ni reinan los Reyes, ni los legisladores legislan, ni obedecen los súbditos contra la voluntad de los pueblos. Estos, por la manera de ser de las sociedades modernas y por la complicación que han alcanzado los asuntos públicos, no pueden ejercer directamente su soberanía, como sucedía antiguamente en Atenas y en Roma, y como sucede en la actualidad en algunos Cantones suizos y hasta cierto punto en los Estados Unidos, y delegan en ciertas corporaciones y ciertas personas, no su soberanía, sino el ejercicio de algunos derechos que hacen parte de su soberanía, naciendo así natural y lógicamente el sistema representativo.

Por eso en las Repúblicas, una vez organizadas, recibe el Congreso del pueblo el ejercicio del Poder legislativo y el Presidente del ejercicio del Poder ejecutivo; y en las Monarquías, una vez organizadas, se confiere el Poder legislativo a las Cortes con el Rey, y el Poder ejecutivo al Rey, que le ejerce por medio de sus Ministros responsables; pero ni en las Monarquías ni en las Repúblicas hay en la acepción lata de la palabra más soberanía que la de la Nación ni más Soberano que el pueblo. ¿Qué se consigue, pues, con no dar a cada cual lo que es suyo, a la Nación su soberanía y a los Poderes públicos sus facultades, sus preeminencias, sus prerrogativas? No se consigue más que romper la armonía que debe existir entre el pueblo y los Poderes que le rigen, crear antagonismos que hacen imposible la gobernación del Estado, concluyendo por desastrosas luchas en las que el pueblo suele llevar la peor parte, pero en las que, aun perdiendo todas las batallas, acaba por ganar la campaña.

De cualquier modo, Sres. Diputados, y sea lo que fuere esa Constitución de 1876, el hecho es que tenemos una legalidad; el hecho es que el Gobierno decía que no abandonaba la dictadura porque carecía de una legalidad, que ya tenemos; y todas esas medidas de destierro y de deportación forzosa, que tanto amenguan los derechos en la Constitución consignados, quedan por consiguiente desde luego anuladas; suponer otra cosa, es quitar fuerza a la Constitución que acabáis de promulgar, es escarnecerla. ¿Puede nadie imaginar mayor absurdo que el de que un Gobierno promulgue una Constitución que [3112] se acaba de discutir bajo su influencia, para no cumplirla? ¿Puede nadie imaginar mayor absurdo que el de unas Cortes que crean una nueva legalidad, para presenciar luego impasibles su infracción y su inobservancia? Entonces ¿para qué se ha hecho? ¿Para qué entonces se ha promulgado? La verdad es que el Gobierno comprende que hace mal en seguir con la dictadura; pero tal cariño la ha tomado, que no queriendo abandonarla, procura envolverla en los pliegues de la Constitución, y nos propone que declaremos como leyes complementarias de la Constitución los decretos dictatoriales sobre imprenta y libertad de reunión y asociación. No comprendo sarcasmo mayor, y comprendo todavía menos que se quiera mantener y prorrogar, una vez desaparecidos los fundamentos en que se apoyaban, las medidas de la guerra y los peligros de la paz pública han hecho necesarias, imponiendo a los ciudadanos el sacrificio de su derecho en aras del orden.

¿Es así como vais a desenvolver la Constitución del Estado? ¿Es ese el desarrollo que vais a dar a los derechos en la Constitución consignados? ¿Es esa la suerte que se reserva a la prensa en España? ¿Van así a desarrollarse los derechos consignados en la Constitución para los ciudadanos? ¿Es eso lo que se nos ofrecía cuando se discutía la Constitución? ¿Es esto lo que debía esperarse de la restauración? ¿Podía esperarse que la restauración, aprovechándose de la elasticidad que se ha dado a la Constitución, y que ahora veo que era calculada, pretendiese cubrir con manto hipócrita de liberalismo el más terrible de los absolutismos? No puede ser este el propósito de la restauración, porque si fuera, ningún español.

El Sr. PRESIDENTE: Señor Diputado, ruego a S. S. que se dirija al Ministerio, porque la restauración no sabemos quién es; es un personaje que no conocemos.

El Sr. SAGASTA: Me dirijo al primer Ministerio de la restauración.

El Sr. PRESIDENTE: Conviniendo en que Ministerio es restauración, puede S. S. continuar.

El Sr. SAGASTA: Bueno; sea el Ministerio la restauración, y digo por lo tanto que si esos fueran los propósitos de la restauración, no tendríamos en ella cabida los que lamentando y no queriendo que las pocas fuerzas vitales que quedan en el país se consuman en convulsiones políticas, y creyendo que no hay institución posible sin grandes transacciones con los principios y los partidos revolucionarios, queremos ser lazo de unión entre la Monarquía de D. Alfonso y la revolución de Septiembre; la revolución de septiembre, señores, que cualesquiera que sean los extravíos que a su sombra hayan podido cometerse, ha infiltrado tal savia a las ideas, ha dado tal vida a los partidos y ha levantado tanto el nivel de las cosas y personas, que debajo de ella no queda ambiente para vivir, como fuera de ella no queda atmósfera para desarrollarse, hasta el punto que lo que de ella quedó alejado y antes se nos antojaba gigante, al presentarse en la nueva escena nos parece enano.

Vosotros, a pesar de todo, promulgada la Constitución, decías que no podéis gobernar con esa legalidad porque hay todavía grandes peligros para la Patria. Así no conseguiréis inspirar confianza al país. Los pueblos no se tranquilizan con gritos de alarma y alaridos de pavor, sino con buen Gobierno, con una recta Administración, con medidas decisivas, con presupuestos económicos, con más respecto al crédito, con propósitos liberales y con procedimientos enérgicos.

Así es como conquistan el amor del país los Gobiernos constitucionales; no con dictaduras, que siendo innecesarias, no consiguen más que desviar la opinión pública y llevar el desaliento a los pueblos. Ya es hora de optar: o con la dictadura, o con la opinión pública. ¿No os atrevéis a someteros a la opinión pública? Pues estáis perdidos, porque si os apoyáis en la dictadura, cada vez se ha de alejar más aquella de vosotros. ¿Os atrevéis a someteros a ella? Pues arrojad la dictadura, y permitid que la opinión pública se manifieste y os sostenga. ¿No tenéis a vuestro lado la opinión? ¿Pues qué teméis? ¿O contáis o no con la fidelidad de la fuerza pública? ¿Contáis con la fidelidad de la fuerza pública? Pues la dictadura es innecesaria; un Gobierno que tiene a su lado la opinión y que cuenta con la fuerza pública debe responder de la pública tranquilidad con sólo la Guardia Civil. ¿No contáis con la fidelidad de la fuerza pública? Pues entonces, no sólo es necesaria la dictadura, sino que os es perjudicial; entonces la opinión pública aislada puede permanecer indiferente ante el conflicto que os puede sobrevenir.

Desde que la guerra terminó y las Cortes se abrieron, la dictadura os ha sido innecesaria y en algunos casos funesta. Y una vez votada y promulgada la Constitución, la dictadura prorrogada sería grandemente peligrosa, porque no haría más que quebrantar las altas instituciones.

Vivimos bajo un régimen normal y definitivo; los altos Poderes del Estado funcionan en toda su plenitud; la paz impera en toda la Península; tenéis a vuestro lado la opinión pública, contáis con la fidelidad del ejército de mar y tierra, y aun así no os basta la fuerza de la ley para la gobernación del Estado.

Pues de dos cosas una; a vosotros os dejo la elección; o la restauración tal como vosotros la entendéis no es remedio para los males de la Patria, o vosotros sois tan inexpertos doctores que desconociendo sus virtudes, no lo sabéis aplicar.

Os habéis declarado impotentes para la gobernación del Estado con la dictadura; os declaráis ahora impotentes para regir los destinos del país sin las facultades extraordinarias. ¿Queréis, pues, las facultades extraordinarias? Sea en buen hora, pero pedidlas al único Poder que os las puede conceder, y en la forma y extensión en que las podéis pedir.

Promulgada está la Constitución; ella prevé el caso de que el Gobierno pueda necesitar facultades extraordinarias; ella contiene la forma en que estas facultades han de ser concedidas y los límites que han de tener. Pedidlas, pues, como la Constitución manda; y puesto que estáis seguros de que os las concederán, si no las pedís violáis por caprichosa arbitrariedad la Constitución que acabáis de promulgar y hacéis sin necesidad, además una preterición humillante de las Cortes.

Y no se me diga que no tenéis necesidad de pedirlas porque la mayoría se ha adelantado a concedéroslas en la proposición que está sobre la mesa, porque esa proposición nada tiene que ver con la cuestión que se debate, absolutamente nada. Puede dar una mayoría todo lo que tenga por conveniente, pero eso no eximirá al Gobierno del cumplimiento de sus deberes para con las Cortes; las mayorías no son las Cortes; las Cortes son las minorías y las mayorías. Si las mayorías se olvidan de sus deberes, bastan las minorías para hacer respetar los derechos de las Cortes; bastan, porque la fuerza que les da la Constitución, el derecho, la justicia, el Reglamento, son suficientes para hacer respetar las prorrogativas del Parlamento. Cuando las mayorías olvidan sus deberes, [3113] las minorías se refugian en el derecho para sostener sus fueros y los fueros de las Cortes.

Las minorías pueden resignarse a ser vencidas por las mayorías, pero no se resignarán jamás a ser por el Gobierno atropelladas. Queremos que la Constitución se cumpla, que se respete el derecho de las Cortes. ¿El Gobierno quiere la suspensión de las garantías constitucionales? Pues que las pida; nosotros se las negaremos y vosotros se las otorgaréis; tendréis las facultades extraordinarias, la Constitución se habrá respetado y la ley quedará cumplida.

La proposición que está sobre la mesa es un absurdo parlamentario que no encuentra precedente en los fastos de las Cortes españolas. En su letra es un imposible y en su espíritu un atentado o una violación. Se pretende un imposible en su letra, porque se quiere que el Gobierno conserve lo que no ha tenido nunca: la suspensión de unas garantías que no han existido hasta que la Constitución ha sido promulgada; y si esas garantías no han existido nunca, ¿cómo el Gobierno ha de conservar una cosa que no tiene? Vosotros habéis declarado todas las Constituciones abolidas; vosotros habéis dicho que no había suspensión de garantías, porque no había Constitución. Pues entonces, ¿cómo pedís la conservación de la suspensión de garantías que no han existido hasta después de promulgada la Constitución?

¿O es que se pide bajo forma hipócrita la suspensión de las garantías consignadas en la Constitución que acabáis de promulgar? Pues pedís una violación de la Constitución, que exige de una manera terminante que para la suspensión ha de venir el Gobierno autorizado por el Rey; que exige que esa suspensión se haga con la intervención del Congreso, del Senado y del Monarca, por medio de una ley; ley que no puede ser debida más que a la iniciativa del Gobierno, porque sólo el Gobierno puede apreciar las circunstancias extraordinarias que para semejante caso demanda la Constitución.

¿Es que queréis pedir que continúe el Gobierno con las facultades que ha tenido hasta ahora? Pues no ha tenido más que las facultades extraordinarias; es decir, la dictadura; y pedir la dictadura a unas Cortes es pedir un atentado que no puede engendrarse más que en un desvanecimiento delirante.

La proposición pide, o un imposible, o una violación, o un atentado, y las Cortes no pueden discutir ni aprobar imposibles, violaciones ni atentados. Puede la mayoría, Sres. Diputados, con motivo de esta o de otra proposición, aprobar la conducta del Gobierno durante la dictadura; puede, si le parece poco, acordar un voto de gracias por lo bien que la ha ejercido; puede, si esto no le basta, acordar esculpir el nombre de los Sres. Ministros en mármoles y en bronces; pude levantarles estatuas, pude convertirlos en ídolos, puede declararlos dioses, que de eso y más serán capaces los firmantes de esa proposición, si a sus patronos no les parece todavía demasiado temprano para atravesar los umbrales de la inmortalidad dejando de ser Ministros aunque míseros mortales; pero lo que la mayoría no puede ni por esa ni por otra posposición es dar dictaduras, porque las dictaduras se toman, no se dan. (Rumores) ¿Queréis tomar la dictadura vosotros? Pues entonces a casa, Sres. Diputados; estamos aquí de más. O dictadura, o gobierno constitucional.

Vivimos, Sres. Diputados, bajo el régimen monárquico-constitucional; tenemos una Constitución; la dictadura está excluida de la Constitución; toda Constitución excluye las dictaduras. La dictadura y la Monarquía constitucional son incompatibles; al ejercicio de la dictadura que veníais practicando, ha sucedido el ejercicio de la Monarquía constitucional de D. Alfonso XII; la base de este Gobierno constitucional de D. Alfonso XII es la Constitución de 1876; todos los Poderes públicos tienen el deber de ajustarse a esta base en la gobernación del Estado, sin que ninguno, absolutamente ninguno pueda eximirse del cumplimiento de este deber.

¿Queréis la suspensión de las garantías constitucionales? Pues la Constitución la concede. Pedidla, pues, como la Constitución (que está por encima de vosotros y de nosotros) manda; no hay obstáculo que a ellos se oponga. De la dictadura, sistema de fuerza que no reconoce más norma que la voluntad del dictador ni más límite que su prudencia, se va a parar la suspensión de garantías, que tiene por norma la Constitución y por límite las restricciones que esta misma Constitución establece. Se pasa, pues, de un sistema de gobierno a otro sistema de gobierno; ¿y creéis, Sres. Diputados, que para cambiar de procedimiento, de medios, de sistema de gobierno, basta sólo la voluntad del Ministerio? ¿Es que creéis que el Ministerio puede autoritate propria cambiar el sistema de gobierno? ¿Qué es entonces la Constitución, qué son las Cortes, qué es el Rey? La Constitución sería inútil, las Cortes estarían de más, sobraría el Rey.

Basta ya de mistificaciones; es indispensable que de una vez para siempre la ley sea una verdad, y que buena o mala se cumpla por todos, y antes por los gobernantes que por los gobernados; que sólo así pueden tener derecho los gobernantes a ser inflexibles con los gobernados, y sólo así se resignan los gobernados al rigor de los gobernantes. ¿Cómo si no, Sres. Diputados, se ha de realizar en este desventurado país un ordenado sistema constitucional dentro de cuya órbita puedan moverse libremente los Poderes públicos? ¿Cómo, Sres. Diputados, con el perturbador ejemplo de un Gobierno y de unas Cortes que no cumplen la Constitución que ellos mismos han hecho, ha de existir fuerza después para exigir a los ciudadanos el fiel cumplimiento de los deberes que la misma Constitución les impone? ¿Se comprende, Sres. Diputados, la aberración de un Gobierno que insista enmarcar apoyado en una ilegalidad desconocida, cuando la Constitución que él mismo ha hecho le proporciona los medios de continuar en esta situación extraordinaria, si como cree la considera indispensable? No, Sres. Diputados; no hay nada, no puede haber nada que se oponga a que cumplamos todos con la Constitución, que está sobre nosotros y sobre vosotros; no puede haber nada, ni aun la cuestión de tiempo, de que nos hablaba el Sr. Ministro de Gracia y Justicia, porque yo le puedo decir a S. S. que en el tiempo que se está invirtiendo en discutir esta proposición absurda, podía haberse discutido y haberse aprobado el proyecto de ley; vosotros hubierais quedado investidos de las facultades discrecionales que marca la Constitución; pero la Constitución se hubiera cumplido, y esto es lo que nosotros pedimos. No hay nada, señores Diputados, no hay nada, Sres. Ministros, que se oponga a que la Constitución sea cumplida, a no ser la infantil soberbia de no pedir ni aun aquello mismo que se está seguro de alcanzar, por la vanidad de no reconocer superioridad, ni siquiera igualdad en nada ni en nadie. Y como si únicamente del achicamiento y de la depresión de todo resultara la grandeza y a la exaltación del Ministerio, se rebaja al Senado, se humilla al Congreso, se empequeñece la Monarquía, se deprimen los altos Poderes del Estado, y se empequeñece, y se deprime, y [3114] se humilla el sistema representativo. ¿Pero qué importa, por lo visto, al Ministerio que todo a su alrededor aparezca raquítico y pequeño, si de esa manera cree que resulta él más grande y elevado? Palmera del desierto, que levantándose sobre escasa y raquítica vegetación parece enorgullecerse desde sus alturas contemplando la esterilidad a sus pies. No os elevéis tanto; que los que desmesuradamente y a costa de los demás se elevan, caen pronto y con estrépito, y para vosotros parecen escritos aquellos magníficos versos:

"Las torres que desprecio al aire fueron.

A su gran pesadumbre se rindieron."

Voy a sintetizar, Sres. Diputados, mis observaciones en tres preguntas que son las siguientes: ¿Rige la Constitución promulgada? ¿Sí, o no? Si rige la Constitución promulgada, ¿ha desaparecido la dictadura? ¿Sí, o no? Si habiendo desaparecido la dictadura y rigiendo la Constitución promulgada necesitáis de la suspensión de las garantías en ella consignadas para gobernar, ¿basta sólo una proposición incidental para concederla, o es necesaria una ley para otorgarla? ¿Sí, o no?

Estas tres preguntas sintetizan mi discurso; a todas las fracciones de la Cámara se las hago en sus más genuinos representantes. Asunto es este sumamente trascendental; se trata de una cuestión que no es de partido, que está más alta que los partidos, que es una cuestión nacional, que es una cuestión esencialmente constitucional. Su resolución puede traer gravísimas consecuencias. Cada cual debe aquí tener el valor de sus convicciones, porque además el país tiene derecho a saberlo. Callar sobre estas tres preguntas no sería el derecho al silencio, sino complicidad en la violación que se trata de cometer; no sería habilidad, sino cobardía.

Yo me dirijo, pues, para que las contesten categóricamente, conforme a sus convicciones, al Sr. Moyano, al Sr. Álvarez (D. Fernando), al Sr. Pidal; me dirijo bien a los que han sido mis antiguos amigos, a los señores Alonso Martínez, Grizard y Candau; yo me dirigiría, por último, al Sr. Presidente de la Asamblea, si no ocupara ese sitial, aunque casos se han dado en que para asuntos menos importantes le han abandonado Presidentes ilustres para bajar a los bancos de los Diputados; que para las grandes ocasiones, Sr. Posada Herrera, son los grandes repúblicos.

Haga de la mayoría el Gobierno lo que tenga por conveniente, que merecedora se ha hecho por su docilidad de sus desaires y desvíos, y cuenta de ella será guardar o no la debida correspondencia, pero ni el Gobierno puede en ningún caso eximirse del cumplimiento de sus deberes para con las Cortes, ni las Cortes pueden en caso ninguno prescindir de sus derechos para con el Gobierno.

A la mayoría y al Gobierno toca, pues, resolver; a nosotros, en todo caso, protestar contra el Gobierno, si violando la Constitución, apenas nacida, insiste en humillar a las Cortes de la Nación, a las Cortes si olvidando sus derechos, sufren con increíble mansedumbre semejante humillación; y si esto sucede, lamentando las desdichas que semejante conducta pueda traer para la Patria, y andando el tiempo nosotros contamos algún día como una gloria a nuestros hijos, a nuestros amigos, a nuestros deudos el número de Congresos a que hayamos tenido la honra de pertenecer, tendremos como avergonzados que guardar silencio sobre éste, que tan en poco tuvo los fueros de las Cortes españolas, y tan poco celoso se mostró de sus derechos. [3115]



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